miércoles, 13 de junio de 2012

descenso

Toda impresión deja cierta huella imborrable; es decir, que las moléculas una vez arregladas y forzadas a vibrar de cierta manera, no volverán a colocarse exactamente en el estado primitivo. Si yo rozo la superficie del agua tranquila con una pluma, el liquido no volverá a tomar la forma que tenía antes; podrá presentar de nuevo una superficie tranquila, pero hay moléculas que han cambiado de lugar, y un ojo suficientemente penetrante descubrirá ciertamente el paso de la pluma.
Las moléculas animales cambiadas de lugar adquieren pues, un grado más o menos débil de aptitud para sufrir ese cambio. Sin duda, si esta misma actividad no vuelve a actuar sobre esas mismas moléculas, tenderán a recobrar su movimiento natural; pero las cosas pasaran de muy distinta manera si sufren muchas veces la misma acción. En este caso, pierden poco a poco la facultad de volver a su movimiento natural, y se identificarán más y más con el que se las imprime, hasta el punto de que llegará este a ser natural a su vez y más tarde obedecerán a la menor causa que las ponga en conmoción.

Deboeuf, Théorie générale de la sensibilité.


El descenso nos llama
      como nos llamó el ascenso
          La memoria es una especie
de consumación
    una suerte de renovación
        incluso
un inicio, pues los espacios que abre son lugares nuevos

habitados por hordas
   de especies
hasta entonces impensadas
      cuyos movimientos
            se orientan hacia nuevos objetivos
(incluso cuando antes fueron desechados)

La música del desierto
William Carlos Williams.

Traducido por Juan Antonio Montiel.

jueves, 7 de junio de 2012

y la pala.

Lo enterraremos todo,

los brazos, el movimiento y la pala,

la pasión de los viernes,

la bandera de andar solos,

la pobreza, esa deuda,

la riqueza, esa otra.



Lo enterraremos hasta con sabiduría,

cortando sabiamente los terrones,

o cortándolos sin darnos cuenta, sabiamente.



Un resto de mirada

quedará flotando como un pincel absurdo

sobre la tregua doblemente fiel de todo ausente.

Y menos mal que no habrá nadie

para escarbar luego bien hondo

y descubrir que no hay nada enterrado.


Roberto Juarroz.

atrocidades

Hombres inocentes y hombres asesinos
   todos somos el mismo hombre
        y todos confesamos crímenes atroces
          los esclavos negros
             confiesan que conservan
                                         la fe.


Y yo confieso
          que quemé la fe
                    y luego vendí sus cenizas


                                                               

Pedro Casariego Córdoba
La voz de Mallick
.

Nunca seré guapo ni famoso. No dejaré una pequeña ciudad para ir a la capital. No voy a ser general, ni comisario del pueblo, ni científico, ni corredor, ni aventurero. Toda mi vida he soñado con un amor extraordinario. Pronto volveré a mi viejo apartamento, a esa habitación con su aterradora cama. Los vecinos, allí, son desagradables. Está la viuda Prokopovich. Tiene unos cuarenta y cinco años, pero la gente del edificio todavía la llama Anechka. Prepara la comida para la cooperativa de peluqueros. Ha instalado la cocina en el pasillo. En un hueco mal iluminado está el hornillo. Da de comer a los gatos. Con movimientos galvánicos, los gatos silenciosos y delgados vuelan sin cesar a sus manos. Les lanza menudillos. Por eso, el suelo parece adornado de escupitajos de nácar. Una vez, resbalé al pisar un corazón, un corazón pequeño y duro como una castaña. La mujer se pasea con venas de animales y rodeada de gatos. En su mano refulge un cuchillo. Rompe los intestinos con los codos, igual que una princesa se abriría paso entre telarañas.

Yuri Olesha.
Envidia.






martes, 5 de junio de 2012


Uno se sentó a su lado y el otro se sentó enfrente de él de espaldas al viaje. Uno tenía que viajar de espaldas porque el dinero del estado tenía una cara para cada reverso y un reverso para cada cara y ellos viajan con el dinero del estado lo cual es incesto. Las monedas tienen una mujer de un lado y un búfalo del otro; dos caras y ninguna espalda.

Mientras agonizo.
William Faulkner.